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Madrid, te debo quince

16 Oct

En 2001, tomé una de las mejores decisiones de mi vida. Yo, que tanto yerro eligiendo a la gente, que tengo un criterio irrisorio con el que me acabo tropezando y cayendo de bruces, me vine a vivir a Madrid por amor y acerté de pleno: acabé enamorada, de la ciudad.

Sin saberlo, no muy convencida –porque yo pensaba (¡ay, el “yo pensaba”!) que mi corazón acabaría perteneciendo a Barcelona–, pero como siempre abordo todo, sin paracaídas y a corazón abierto, me lancé a los brazos de la que sería mi mejor cómplice.

A estómago abierto.
Porque a mí se me conquista desde las vísceras.
Y Madrid es pura visceralidad.

El flechazo me pilló por sorpresa al subir las escaleras del metro de Bilbao y levantar la vista hacia los edificios de la calle Fuencarral.
Mientras escribo esto, me pregunto por qué aún no vivo allí…
[Arruga la nariz, levanta una ceja y abre Idealista].
Pero eso sucedió un lunes.

Decía que llegué un día como hoy, justo hace quince años, en el que Madrid me recibió con lo que parecía cierta distancia y bastante frialdad, a 10 grados y mucha lluvia. A mí, que venía de 40 en octubre… A mí, que un poco de humedad mediterránea me duele por dentro…
Así aprendí que podías comprarte el primer jersey de cuello alto de lana de tu vida en domingo.
Al día siguiente, cual pavo real y con una sonrisa de medio lao, Madrid me enseñó lo impresionante que es su cielo azul. Y a tener un poco de fe.

Una flor a cada paso

Decía que, por una vez en mi vida, tuve buen ojo. Yo, que me creo con mucho olfato pero me la dan con queso a la que me doy la vuelta, acerté en despeinarme en esta ciudad que me toca por dentro, cada fibra, con esa irracionalidad racional.

Es amor del bueno. No me ha podido arropar más ni cuidar mejor.
“Madrid sentía debilidad por mí y yo por ella”. Esta frase que tomo por mía la escribió antes Use Lahoz.

Decía que aquí sigo quince años después; no más sabia, porque lo de aprender y desaprender es una movida de ida y vuelta; sí feliz y en paz conmigo misma como nunca.

Sigo equivocándome comprando billetes de tren, aunque no con el destino, porque el sentido solo es uno.
Me siguen pesando las maletas, pero Madrid me ayuda con ellas, me achucha, me besa la frente y me saca carcajadas transparentes en nuevos rincones.
Algo ha cambiado. No pierdo de vista a mi sombra.
Pero quiero creer (y quererlo ya es mucho) que la lealtad sigue siendo un valor y un principio básicos.
Eso sí, sigo creyendo en ellos, en los principios, en todos. Y sigo recomponiéndome de los finales con un par, como siempre, con la cabeza alta y la almohada tranquila.

Corazón de neón

En estos quince años, he descubierto que me encanta hacer reír a los demás, que cada vez me cuesta más llorar y que relativizo y puedo pasar página en con un suspiro. A lo que no me resigno es a sacar fuerzas de la nada para dar la cara por mis ideales y por lo que me rodea, poniendo la esperanza en granitos de arena para que formen montañas.
Porque en estos quince años, he desplegado mi vena más creativa para vivir cada segundo consecuentemente, y me he enrocado en la certeza de que lo único importante son las cosas realmente importantes. Y lo demás, pasará.
Todo pasa y todo llega.

“Decir” y “seguir” son los verbos que me sirven de guía. Así es todo en mi Madrid: buenos recuerdos, abrazos cálidos, ánimos alentadores y, sobre todo, una declaración de intenciones continua.
Y a mí, que soy gata hasta en mis siete vidas y más castiza que la Mahou aunque sea del Barça, me toca seguir siguiendo y seguir diciendo. Soy una luchadora de punto y coma. No sé hacer otra cosa mejor.

Decía esta vez Paco Umbral que «Madrid es una excusa para contar historias». Para mí, hoy lo ha sido para contar la mía.

Madrid, te debo una.
Una vida.

 

 

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