Mi padre, que era un hombre a los que admirar y que sabía mejor que nadie que las guerras no siempre las gana quien más las lucha o lo merece, me decía siempre: «Ponte metas grandiosas. Si llegas a la mitad, ya habrás hecho más de lo que pensabas».
Yo le creía. Porque a mí el tiempo me ha demostrado que tenía razón. Esos pequeños pasos –menos impactantes, menos visibles, menos ampulosos– son muchas veces los que han acabado revolucionando mi vida. O la han reconducido con decisiones a primera vista sin repercusión, sutiles, menos valoradas, que poco a poco te iban proporcionando otro punto de vista por cómo se iban desarrollando las cosas a su alrededor con un efecto mariposa.
Y eso es porque, de repente, tropiezas con gente que vale la pena, que demuestra que está ahí de verdad; ahí para todo, sin prejuicios, sin miedos, que te sorprende por su lealtad incondicional, que te conoce, confía y apuesta ciegamente por ti, que hace posible pequeños proyectos, pequeños pasos, enormes gestos. Y te emocionas.
Porque es gente que se engrandece a sí misma sin pretenderlo.
A las personas se las conoce en los malos momentos y por cómo te tratan cuando ya no te necesitan. Por eso, no me canso de agradecer lo afortunada que soy por estar rodeada de tan buena gente, por tener pilares en mi vida inamovibles, invariables, firmes, que demuestran que todo, todo, todo, vale la pena.
Nuevos tiempos, nuevas ideas.
¡2014, sabía que no me podías decepcionar y te esperaba con muchas ganas!
Porque todo pasa, y todo vuelve a su sitio. Poco a poco, pero siempre vuelve.
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