Os voy a contar una historia. Personal. Privada. Del pasado. Imprescindible para entender el presente y el futuro.
Con solo 11 años, Concha Rubio dejó sus estudios para ayudar a su madre, junto con sus dos hermanas, en el horno familiar (léase ‘tahona’). Por sus ojos rasgados y una carita preciosa, cariñosamente le llamaban, muy a su pesar debido a su gran timidez, La japonesita. Y, cuentan, tenía a más de uno cautivado con su mirada cuando despachaba el pan desde detrás del mostrador del Horno de José Rubio.
Mi madre disfrutó de una feliz infancia, en un entorno muy arropado y conservador liderado por mi abuela, una matriarca hecha de otra madera, en el que aprendió algo que me ha inculcado a mí: sé una mujer por ti misma, sin dependencias ni débitos. Y eso en una época de posguerra y un ambiente franquista era una lección más que valiosa. Una declaración de intenciones de mentalidad progresista, aunque ella aún no lo supiera.
En mi recorrido buscando mi lugar en el mundo y ser feliz, he enarbolado esta máxima con orgullo. Mi madre sí que sabe lo que es ser una mujer de verdad.
Cuando se casó, abrió con mi padre su propio negocio y, más tarde, otro y luego otro. Vivió toda su vida como modesta empresaria con mucho éxito y una reputación exquisita en lo que emprendía, porque ella sabía lo que era trabajar de verdad y valerse por sí misma. Afortunadamente, mi padre era de mente abierta y compartían algunas tareas domésticas, algo que hoy parece «normal» pero todo un lujo en aquellos tiempos. Chapó por ambos.
Este es el regalo que me ha hecho ella. No he heredado su belleza (¡lástima!) pero sí su afán por la independencia laboral y económica, el sentido del valor como persona, la dignidad como mujer y el amor por el trabajo.
Mi madre me enseñó a ser presumida sin que se me cayeran los anillos profesionalmente. Me enseñó lo maravilloso de encontrar a una persona especial con la que ir de la mano por el mismo camino sin pisarse. Me enseñó a admirar a los que valen la pena. Me enseñó a no sentirme representada por una falacia muy extendida, incluso hoy en día patrocinada por muchas personas, de sentirme sexo débil y moverme por puro interés. Me enseñó que la palabra «señora» no tiene nada que ver con la alcurnia, y que el dinero no lo mueve todo y, mucho menos, la clase. Y me enseñó, sobre todo, a ir con la cabeza bien alta como fruto de mis principios y mis acciones.
Gracias, ‘mamaine’, por hacerme una mujer de verdad. Mi reconocimiento y mi admiración son mis regalos para ti en este día. Espero estar a tu altura algún día y dejar como legado tu maravillosa herencia. Te quiero.
Impresionante, tu madre y cómo lo cuentas tú. Ya estás a su altura, Inma. Un beso.
Oh, Ana, mil gracias, bonita. Un comentario de una mujer como tú es muy bien recibido. Un beso enorme